René Guénon: CIVILIZAÇÃO E PROGRESSO
Nos es menester volver aún sobre la génesis de la idea de progreso; si se quiere, diremos la idea de progreso indefinido, para dejar fuera de causa esos progresos especiales y limitados cuya existencia no entendemos contestar de ninguna manera. Es probablemente en Pascal donde se puede encontrar el primer rastro de esta idea, aplicada por lo demás a un solo punto de vista: es conocido el pasaje [[Fragmento de un Traité du Vide.]] donde compara la humanidad a «un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende continuamente durante el curso de los siglos», y donde hace prueba de ese espíritu antitradicional que es una de las particularidades del Occidente moderno, al declarar que «aquellos a los que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas», y que así sus opiniones tienen en realidad muy poco peso; y, bajo este aspecto, Pascal había tenido al menos un precursor, puesto que Bacon había dicho ya con la misma intención: Antiquitas saeculi, juventus mundi. Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se basa una tal concepción: este sofisma consiste en suponer que la humanidad, en su conjunto, sigue un desarrollo continuo y unilineal; ese es un punto de vista eminentemente «simplista», que está en contradicción con todos los hechos conocidos. La historia nos muestra en efecto, en todas las épocas, civilizaciones independientes las unas de las otras, frecuentemente incluso divergentes, de las que algunas nacen y se desarrollan mientras que otras caen en decadencia y mueren, o son aniquiladas bruscamente en algún cataclismo; y las civilizaciones nuevas no siempre recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atreverá a sostener seriamente, por ejemplo, que los occidentales modernos han aprovechado, por indirectamente que sea, la mayor parte de los conocimientos que habían acumulado los caldeos o los egipcios, sin hablar de las civilizaciones cuyo nombre mismo ni siquiera ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay necesidad de remontar tan lejos en el pasado, puesto que hay ciencias que eran cultivadas en la edad media europea, y de las que en nuestros días ya no se tiene la menor idea. Así pues, si se quiere conservar la representación del «hombre colectivo» que considera Pascal (que le llama muy impropiamente «hombre universal»), será menester decir que, si hay periodos donde aprende, hay otros donde olvida, o bien que, mientras que aprende algunas cosas, olvida otras; pero la realidad es aún más compleja, puesto que hay simultáneamente, como las ha habido siempre, civilizaciones que no se penetran, que se ignoran mutuamente: tal es efectivamente, hoy más que nunca, la situación de la civilización occidental en relación a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a partir del Renacimiento, han tomado el hábito de considerarse exclusivamente como los herederos y los continuadores de la antigüedad grecorromana, y de desconocer o de ignorar sistemáticamente todo el resto; es lo que denominamos el «prejuicio clásico». La humanidad de la que habla Pascal comienza en los griegos, continúa con los romanos, después hay en su existencia una discontinuidad que corresponde a la edad media, en la que no puede ver, como todas las gentes del siglo XVII, más que un periodo de sueño; finalmente viene el Renacimiento, es decir, el despertar de esa humanidad, que, a partir de ese momento, estará compuesta del conjunto de los pueblos europeos. Es un error singular, y que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que consiste en tomar así la parte por el todo; se podría descubrir su influencia en más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus observaciones a un solo tipo de humanidad, la occidental moderna, y extienden abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin excepción, caracteres del hombre en general.
Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron aportadas cuando, bajo el nombre de «evolución», se la quiso aplicar, no sólo a la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante graves: Auguste Comte, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las que se apoya la teoría fantasiosa a la que Comte ha dado el nombre de la «ley de los tres estados», y de las que la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, Comte comparaba los antiguos a niños, mientras que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a los salvajes, a quienes llaman «primitivos», mientras que, por nuestra parte, los consideramos al contrario como degenerados [[A pesar de la influencia de la «escuela sociológica», hay, incluso en los medios «oficiales», algunos sabios que piensan como nós sobre este punto, concretamente M. Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la «degeneración» y menciona a varios de aquellos que se han sumado a ella. M. Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la «escuela sociológica» y de sus métodos, y declara en propios términos que «es menester no confundir el totemismo o la sociología con la etnología seria».]]. Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un «ritmo del progreso»; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el dogma moderno, se supone que el «progreso» existe no obstante como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de «civilizado».